¿Por qué es importante leer poesía a los niños?

 

Una niña de nueve años toma un libro, lo abre y lo observa detenidamente. Casi por instinto comienza la lectura en voz alta: 

La renovada muerte de la noche

en que ya no nos queda sino la breve luz de la conciencia

y tendernos al lado de los libros

de donde las palabras escaparon sin fuga, crucificadas

en mi mano…

Ella entiende poco o casi nada y repite de nuevo la dinámica, una y otra vez, hasta que las palabras ya no se dicen, sino que se sienten.

A todos los seres humanos se nos dio el regalo del lenguaje, lo escuchamos, lo hablamos, lo enseñamos, lo leemos; pero generalmente buscamos aprender e interpretar todo este lenguaje que nos rodea sólo lingüísticamente. Es por eso que leemos «noche» y recordamos el concepto que alguna vez se nos enseñó: «Período que transcurre desde que se pone el sol hasta que vuelve a salir, opuesto a día»; pero mi noche es muy diferente a la tuya, mi noche quizá tiene el sonido del mar, el olor de la lluvia o los colores de las luces de Navidad encendidas en el árbol. ¿Cómo se ve tu noche?

Cuando nos damos cuenta de que cada palabra se percibe y se siente distinta para nosotros que para todos los demás, podemos comprender que es única dentro de nuestra mente. En nuestra mente no es sólo un signo lingüístico, no sólo se dice y se escribe. Es un símbolo y, como tal, puede tener olor, color, sabor y textura. Al entender esto podemos empezar a hacer lecturas sensibles y llenas de experiencias más que de significados.

¡Es maravilloso! Encontrarnos con la verdad de que existen múltiples interpretaciones de una palabra abre nuestra mente a las posibilidades infinitas que se esconden dentro de los textos literarios.

Para esta labor de buscar experiencias a través de la lectura, de entre todos los géneros, yo prefiero la poesía; creo que esto se debe a que así tuve mi primer acercamiento con la literatura. Sentada junto al librero de mi madre, leyendo a Salvador Novo hablar de sentimientos que yo no entendía, usando palabras que desconocía, acomodadas en un orden que en ese momento a mí me resultaba ilógico. Así, completamente abstraída por la sensación de ignorancia, empecé a sentir, y repetí varias veces las palabras, cambié mi enunciación y entonación, las dije despacio, las reconocí y me enamoré de la poesía.

Todo lo que acabo de describir puede parecer absurdo para muchos, por la forma en que comúnmente se nos ha enseñado a leer: si no entiendes no eres inteligente, no puedes, no debería gustarte, no deberías seguir, no tienes la capacidad. ¡Qué terrible!, ¿por qué? Porque se ve en la lectura una utilidad más que una experiencia; leo para saber más, para ser más capaz, para comprender mejor lo que me rodea y sí, todo esto sí sucede con la lectura, pero dejamos de lado un aspecto igualmente importante: leer no sólo es entender, leer es sentir. Sentir el sonido de las letras, escuchar, relacionar con mi realidad, hacer mío el sonido, hacer mía cada imagen que se menciona.

Por eso me encanta la poesía, porque las figuras retóricas se enfocan en generar un efecto en el lector, una experiencia estética, se apartan del uso gramatical común, no siguen las reglas, modifican y redistribuyen las palabras, generan un nuevo giro en el pensamiento del lector, expresan algo novedoso, una realidad distinta a la que él o ella conocía hasta ese momento.

Las figuras retóricas buscan hacer con las palabras hazañas que no se les atribuyen normalmente a éstas: generan dinamismo en un texto, dan continuidad, juegan con la duración de las expresiones, dan fuerza a una oración, crean atmósferas, escenarios, ambientes, evocan en el lector estados físicos o anímicos, dan a objetos inanimados la posibilidad de existir y sentir, involucran todos los sentidos; hacen música con las palabras, pintan con ellas, las hacen bailar, caminar y crear.

Recientemente, en una clase acerca de edición, escuché a mi maestro decir: «Todos nos relacionamos primero con el lenguaje a través de las emociones y de niños buscábamos sentir, antes que entender. Luego se nos enseñó que debíamos entender y nos olvidamos de sentir». ¡Es tan cierto! El bebé en el vientre de su madre siente las palabras, siente el volumen de su voz y su entonación. Quizás algunos pensarán que no comprende lo que dice, ¡pero sí! Porque lo siente, siente las emociones que su madre transmite, las entiende y las relaciona con los estados de ánimo en los que ella se encuentra. Conoce bien su voz y sus palabras, aún sin haberla visto.

Es tan real lo que mi maestro dijo, y la verdad es que cuando uno lee y trata de entender primero con las emociones, el aprendizaje es más duradero: la experiencia va primero que la razón. Pensando en todo esto, animo a los padres o maestros que estén leyendo este artículo: lean poesía a sus alumnos o a sus hijos, pídanles a ellos que lean poesías en voz alta y luego, antes de preguntar ¿qué entendiste? Pregunten ¿qué te hizo sentir? Y si alguno de los niños no pudo entender nada, háganle saber que muchas veces no entendemos todo lo que el autor trató de decirnos, pero podemos sentir lo que él quiso que sintiéramos y eso está bien. No quiero que se malinterprete lo que intento comunicar, no estoy proponiendo leer cualquier texto sin la intención de entender. No, seleccionen los mejores textos para sus niños, lean juntos y después de esta pregunta que sugiero, duren el tiempo que se necesite hablando con sus alumnos o sus hijos acerca de lo que el texto dice y lo que significa. Esto es igualmente importante, pero no olviden ayudarlos a sentir. En una sociedad que nos ha enseñado que sólo es importante lo que entendemos necesitamos que más niños sientan y que no se frustren ante lo que no comprenden, sino que se apasionen por el lenguaje y busquen cada vez con más fervor todo aquello que las palabras guardan y que nos muestran de forma no escrita.

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